Muchas tardes, al final del día y cuando el cerebro parece
que ya no da para más, me quedo mirando a Chele, que es mi querida mascota con
la que tantas horas comparto photoshop, indesign e illustrator en mi ordenador.
Le miro en silencio con el sonido hipnótico del rítmico tic-tac producido por un viejo reloj al que por cierto no consulto nunca, para
eso ya está el polifacético móvil o el relojito del monitor y pienso si será
buena idea seguir con esto del diseño o no. Chele me conoce profundamente, que
para eso soy su padre y creador y me mira con cierta mueca de enfado, niega
ligeramente con la cabeza y dirige sus saltones ojos hacia techo demostrando
con este gesto lo harto que está de repetir lo mismo.
Le miro de reojo y no me atrevo a volver con la misma
cantinela de siempre, pero yo lo pienso. Pienso que todo mi esfuerzo y
experiencia de años es como si no sirvieran de nada, que posiblemente hubiese
sido mucho mejor dedicarme a la electricidad o a la fontaneía que son
profesiones en las que "clavas" al cliente y todo el mundo paga con
infinita resignación sin cuestionarles nada.
Chele comienza a moverse por el escritorio con su torpe
caminar, de esto el no tiene la culpa, la verdad es que lo diseñé con unas
enormes patas muy graciosas pero poco prácticas y con las manos entrelazadas
por detrás, silva una melodía inventada y sin mucho fuste como queriéndome
decir algo sin palabras, algo como;
Me relajo sobre el respaldo de mi sillón y sigo su grotesco
recorrido arqueando mi ceja izquierda sabiendo que Chele es consciente de que
le miro y entonces le espeto, __ ¡Qué coño te pasa!
— ¿A mi? —. Contesta sin inmutarse.
—Si, a ti. No te hagas el interesante conmigo que te
conozco.
Chele me da la espalda mirando al suelo, apoyando su mano izquierda sobre el monitor, y la otra mano detrás. Un largo y tenso silencio.
El tic-tac del reloj.
— ¿Y yo qué? —. Me dice.
— Qué de qué —. Le digo yo.
— ¿Yo no soy nada?
— Si, un muñecajo impertinente.
— Un muñecajo impertinente claro... —. Le tiembla la voz —.
Un muñecajo que no hace más que recordarte todos los días la importancia de tus
ideas y de como las transmites para el beneficio de tus clientes, un muñecajo
que antes no era nada pero que gracias a tu lápiz, a tu plastilina y a tu
ordenador me has dado vida y me has hecho el impertinente que te da ánimo
cuando caes en tus tontas depresiones —. Se le entrecorta la voz, está muy
emocionado y frunce el ceño. — ¡Vete un poquico a la mieeeerda —. Me reprocha
merecidamente.
Chele se queda en la misma posición, sorbe sus mocos y no
puede evitar que sus cálidas lágrimas corran por el amorfo e incierto rostro
que le hice.
Con los codos apoyados sobre el escritorio y el rostro hundido
entre la palma de mis manos, arqueo las cejas y resignado, resoplo. — No, si
tienes razón Chele, pero es que hay días que son como una losa: pesada, fría,
áspera, y me cuesta mucho entender a las personas que ven mi profesión como un
entretenimiento y que tengo que dar mil explicaciones para poner precio a mi concienzudo trabajo.
Tiendo la palma de mi mano sobre la desordenada mesa de
trabajo y Chele se acurruca entre mis dedos y sin decir nada se va durmiendo con la
respiración entrecortada y con un gracioso hipo que convulsiona su grotesco
cuerpecillo, va conciliando el sueño.
No me gusta verle enfadado, la verdad es que normalmente es
un encanto, se endosa los patines y no para de patinar por toda la mesa: sobre
la tabla de corte, sorteando todo lo que encuentra a su paso, tropezando
torpemente con el teclado del ordenador. Me gusta que me acompañe en mi
trabajo.
— ¡Qué haría sin mi pequeño amigo!
Le gusta patinar sobre mi escritorio.
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