sábado, 2 de noviembre de 2013

Un mal día

Muchas tardes, al final del día y cuando el cerebro parece que ya no da para más, me quedo mirando a Chele, que es mi querida mascota con la que tantas horas comparto photoshop, indesign e illustrator en mi ordenador. Le miro en silencio con el sonido hipnótico del rítmico tic-tac  producido por un viejo reloj al que por cierto no consulto nunca, para eso ya está el polifacético móvil o el relojito del monitor y pienso si será buena idea seguir con esto del diseño o no. Chele me conoce profundamente, que para eso soy su padre y creador y me mira con cierta mueca de enfado, niega ligeramente con la cabeza y dirige sus saltones ojos hacia techo demostrando con este gesto lo harto que está de repetir lo mismo.
Le miro de reojo y no me atrevo a volver con la misma cantinela de siempre, pero yo lo pienso. Pienso que todo mi esfuerzo y experiencia de años es como si no sirvieran de nada, que posiblemente hubiese sido mucho mejor dedicarme a la electricidad o a la fontaneía que son profesiones en las que "clavas" al cliente y todo el mundo paga con infinita resignación sin cuestionarles nada.
Chele comienza a moverse por el escritorio con su torpe caminar, de esto el no tiene la culpa, la verdad es que lo diseñé con unas enormes patas muy graciosas pero poco prácticas y con las manos entrelazadas por detrás, silva una melodía inventada y sin mucho fuste como queriéndome decir algo sin palabras, algo como;

__Te estoy viendo pero paso de tu cara...
Me relajo sobre el respaldo de mi sillón y sigo su grotesco recorrido arqueando mi ceja izquierda sabiendo que Chele es consciente de que le miro y entonces le espeto, ­­__ ¡Qué coño te pasa!
­­— ¿A mi? —. Contesta sin inmutarse.
—Si, a ti. No te hagas el interesante conmigo que te conozco.
Chele me da la espalda mirando al suelo, apoyando su mano izquierda sobre el monitor, y la otra mano detrás. Un largo y tenso silencio. El tic-tac del reloj.
— ¿Y yo qué? —. Me dice.
— Qué de qué —. Le digo yo.
— ¿Yo no soy nada?
— Si, un muñecajo impertinente.
— Un muñecajo impertinente claro... —. Le tiembla la voz —. Un muñecajo que no hace más que recordarte todos los días la importancia de tus ideas y de como las transmites para el beneficio de tus clientes, un muñecajo que antes no era nada pero que gracias a tu lápiz, a tu plastilina y a tu ordenador me has dado vida y me has hecho el impertinente que te da ánimo cuando caes en tus tontas depresiones —. Se le entrecorta la voz, está muy emocionado y frunce el ceño. — ¡Vete un poquico a la mieeeerda —. Me reprocha merecidamente.
Chele se queda en la misma posición, sorbe sus mocos y no puede evitar que sus cálidas lágrimas corran por el amorfo e incierto rostro que le hice.
Con los codos apoyados sobre el escritorio y el rostro hundido entre la palma de mis manos, arqueo las cejas y resignado, resoplo. — No, si tienes razón Chele, pero es que hay días que son como una losa: pesada, fría, áspera, y me cuesta mucho entender a las personas que ven mi profesión como un entretenimiento y que tengo que dar mil explicaciones para poner precio a mi concienzudo trabajo.
Tiendo la palma de mi mano sobre la desordenada mesa de trabajo y Chele se acurruca entre mis dedos y sin decir nada se va durmiendo con la respiración entrecortada y con un gracioso hipo que convulsiona su grotesco cuerpecillo, va conciliando el sueño.
No me gusta verle enfadado, la verdad es que normalmente es un encanto, se endosa los patines y no para de patinar por toda la mesa: sobre la tabla de corte, sorteando todo lo que encuentra a su paso, tropezando torpemente con el teclado del ordenador. Me gusta que me acompañe en mi trabajo.

— ¡Qué haría sin mi pequeño amigo!




 Le gusta patinar sobre mi escritorio.

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